Los arqueros medievales, a falta de mejores armas, debían de confiar en su puntería para batir a los ejércitos enemigos. Sin embargo, tenían un pequeño truco para ello.
Cuando era posible, los arqueros ya preparaban el campo de batalla antes de comenzar el enfrentamiento. Así, aprovechando la noche, clavaban una serie de estacas con una separación uniforme que les permitiría estimar mejor las distancias en la batalla. Si no era posible colocar estas marcas en el campo de batalla, el jefe de línea sería el encargado de estimar estas distancias.
Ya durante la batalla, los arqueros esperaban al ejército enemigo preparados para disparar sus arcos. Cada jefe de línea contaba con una lanza en la que había marcado una serie de muescas que indicaban el ángulo de tiro para alcanzar las distancias marcadas en el campo de batalla.
Cuando el ejército enemigo alcanzaba la primera marca, el jefe de línea utilizaba la lanza para colocar su arco en el ángulo correcto y dar la orden de disparar. La línea de arqueros lanzaba entonces sus flechas con el ángulo indicado produciéndose una lluvia mortal en el campo de batalla.
Por supuesto, el jefe de línea debía corregir ciertos efectos, tales como el posible viento, o calcular el tiempo de vuelo de las flechas para dar la orden de disparo en el momento adecuado. Pero el echo de tener unas marcas de referencia le facilitaba enormemente la tarea.
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Fuente: Castra in Lusitania